Últimamente bajo la cúpula celeste de Navalcarnero –que no es la de la plaza de toros – tengo mi dormir en una duermevela que restalla en azotes mi sueño. Resuenan como ecos endiablados esas palabras de mercadillo de todo un Ministro de Fomento, ejemplo de luciérnaga aquejada de artritis lingüística, afirmando que la responsabilidad de los problemas que Barajas ha ocasionado a los habitantes de pueblos, barrios y ciudades cercanos a un aeropuerto son en exclusiva responsabilidad de los propios vecinos “por no haber hecho suficiente ruido en su día”. ¿Cuál será su dedicatoria a los vecinos de estos pueblos del suroeste que verán – tal vez – un aeropuerto colonizador y explotador de sus términos a quienes deliberadamente ignora?
Cierto que eran otros tiempos, que gobernaba el partido que actualmente acaricia con escarnio los asientos en la oposición y que por ello, y digo ingenuamente que por ello, todo estaba permitido.
Pero han cambiado los papeles, y se ha encontrado con un apetitoso pastel que intenta poner dulzura en su enjuto razonar, que nos muestra con amargura el amargo dolor del reproche, que intenta desviar las propias responsabilidades, ahora olvidándose de aquellos a los que ayer apoyó y que hoy se han convertido en un habón en el cauce que separa los glúteos que especula con el terreno en sálvese la parte. Hoy es necesario abandonarlos y si es posible mancillarlos. La humillación que pretende con la nueva ley no tiene precedentes ¿o sí? ¿Tal vez en tiempos añejos de un “salvador nacional que aterrizó desde los cielos para mayor fortuna de los españoles”?
Pero dejando a un lado pareceres y remedos, teniendo un aeropuerto sonriendo tras la negra línea que tiñe el horizonte desde la retaguardia, se hace necesario, e incluso obligado, seguir directrices del propio ministro y no dejarnos caer de nuevo en los mismos errores cometidos antaño por aquellos con los que compartiremos un mismo problema.
De nada han servido las noticias aparecidas en la prensa (2007), y mucho menos las quejas de los vecinos que serán afectados; tampoco las cartas dirigidas directamente a su ministerio. Dos años después de las primeras noticias y de la aparición de los primeros informes de la Comunidad de Madrid regresaron con una triste misiva, tal vez, fue entonces cuando se dio por enterado, pues en su respuesta, en octubre de 2009 expuso su total desconocimiento sobre dicho aeropuerto. ¿Entonces? ¿Si ustedes que nos representan, que velan por nuestro confort y calidad de vida nos ignoran con alevosía, que nos queda?
Deberemos entonces, en nuestra defensa, impedir el tránsito normal de vehículos a motor por sus alfombras de alquitrán, consumir productos nacionales de granjas avícolas que bien se prestan para perfeccionar punterías sobre sus complacientes señorías, generar con el mobiliario urbano nuevas tendencias de arte contemporáneo, hacer empeño en sus visitas para proponer, por el uso desmedido de vocablos destinados, a adjetivar sus comportamientos, actitudes y olvidos, a entrar en el diccionario real de la academia de la lengua, incluso dispuestos a darle de patadas lingüísticas afanadas en la creación de nuevos neologismos para definir y clasificar a sus señorías y cuántas otras cuestiones que den pie a una imaginación desatada amparados en sus tan ilustres palabras.
Pero mucho me temo, que a pesar de su arrojo, exacerbando conciencias y reprochando ahora “su modo de actuar” esto no será de su agrado, ahora es nuestro ministro quien se encuentra en lo más alto, y los periódicos no serán aquiescentes con él, es por ello, que ya se intenta cubrir las espaladas inventándose una modificación de una ley para poner sus posaderas bien cubiertas y calentitas para posibles épocas de gélidas temperaturas y dejar descubiertos, desnudos y desamparados, y sin posibilidad de recurrir, condenados al silencio para que nada ni nadie puedan oponer una mínima razón y especialmente, sentido común a sus desagravios a quienes se les quiere obligar a soportar la inquina provocada por la música a motor. ¿O serán unos pocos aviones monomotores, casi silenciosos, como dijo D. Baltasar, alcalde de Navalcarnero, los que habitaran en este aeropuerto que se diseña a espaldas de sus ciudadanos?
El embegido dezidor.
Cierto que eran otros tiempos, que gobernaba el partido que actualmente acaricia con escarnio los asientos en la oposición y que por ello, y digo ingenuamente que por ello, todo estaba permitido.
Pero han cambiado los papeles, y se ha encontrado con un apetitoso pastel que intenta poner dulzura en su enjuto razonar, que nos muestra con amargura el amargo dolor del reproche, que intenta desviar las propias responsabilidades, ahora olvidándose de aquellos a los que ayer apoyó y que hoy se han convertido en un habón en el cauce que separa los glúteos que especula con el terreno en sálvese la parte. Hoy es necesario abandonarlos y si es posible mancillarlos. La humillación que pretende con la nueva ley no tiene precedentes ¿o sí? ¿Tal vez en tiempos añejos de un “salvador nacional que aterrizó desde los cielos para mayor fortuna de los españoles”?
Pero dejando a un lado pareceres y remedos, teniendo un aeropuerto sonriendo tras la negra línea que tiñe el horizonte desde la retaguardia, se hace necesario, e incluso obligado, seguir directrices del propio ministro y no dejarnos caer de nuevo en los mismos errores cometidos antaño por aquellos con los que compartiremos un mismo problema.
De nada han servido las noticias aparecidas en la prensa (2007), y mucho menos las quejas de los vecinos que serán afectados; tampoco las cartas dirigidas directamente a su ministerio. Dos años después de las primeras noticias y de la aparición de los primeros informes de la Comunidad de Madrid regresaron con una triste misiva, tal vez, fue entonces cuando se dio por enterado, pues en su respuesta, en octubre de 2009 expuso su total desconocimiento sobre dicho aeropuerto. ¿Entonces? ¿Si ustedes que nos representan, que velan por nuestro confort y calidad de vida nos ignoran con alevosía, que nos queda?
Deberemos entonces, en nuestra defensa, impedir el tránsito normal de vehículos a motor por sus alfombras de alquitrán, consumir productos nacionales de granjas avícolas que bien se prestan para perfeccionar punterías sobre sus complacientes señorías, generar con el mobiliario urbano nuevas tendencias de arte contemporáneo, hacer empeño en sus visitas para proponer, por el uso desmedido de vocablos destinados, a adjetivar sus comportamientos, actitudes y olvidos, a entrar en el diccionario real de la academia de la lengua, incluso dispuestos a darle de patadas lingüísticas afanadas en la creación de nuevos neologismos para definir y clasificar a sus señorías y cuántas otras cuestiones que den pie a una imaginación desatada amparados en sus tan ilustres palabras.
Pero mucho me temo, que a pesar de su arrojo, exacerbando conciencias y reprochando ahora “su modo de actuar” esto no será de su agrado, ahora es nuestro ministro quien se encuentra en lo más alto, y los periódicos no serán aquiescentes con él, es por ello, que ya se intenta cubrir las espaladas inventándose una modificación de una ley para poner sus posaderas bien cubiertas y calentitas para posibles épocas de gélidas temperaturas y dejar descubiertos, desnudos y desamparados, y sin posibilidad de recurrir, condenados al silencio para que nada ni nadie puedan oponer una mínima razón y especialmente, sentido común a sus desagravios a quienes se les quiere obligar a soportar la inquina provocada por la música a motor. ¿O serán unos pocos aviones monomotores, casi silenciosos, como dijo D. Baltasar, alcalde de Navalcarnero, los que habitaran en este aeropuerto que se diseña a espaldas de sus ciudadanos?
El embegido dezidor.
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