miércoles, 28 de noviembre de 2012

Gregarismo feudal y primitivo. La enseña nacional como elemento segregador.


Un gregarismo feudal y primitivo, propio de los tiempos a los que este gobierno con sus políticas nos quiere hacer retroceder, inunda la vida de los españoles.
La crítica feroz que han desatado y desatan en la clase política y especialmente mediática las manifestaciones contrarias a las políticas de recortes del gobierno actual, han alcanzado, dentro del todo vale, el máximo grado de paroxismo lisérgico al detener manifestantes ajenos a cualquier altercado, inventarse delitos contra las instituciones del Estado, implantar el terror como mecanismo de sometimiento y sugerir incluso la prohibición de huelgas generales y después, cualquier huelga. Es una prueba más del razonamiento anfetamínico que puebla las sementeras de muchos de los pensadores que donan su imagen en empréstitos muy íntimos enrolados en mesnadas para salvaguardar privilegios impropios sin otra finalidad que limitar o incluso seccionar la práctica democrática. Su impericia para ocultar sus verdaderos propósitos – el control absoluto de este sistema de gobierno – es otra práctica política que puede ser tan legítima como censurable y que por principio, aunque les pese, poseé, como mínimo, la misma credibilidad que la de quienes disienten de sus argumentos. Partir del respeto, además de ser un principio de igualdad –precisamente el escollo en el que quedan encalladas sus enfervorecidas defensas de los recortes y reformas – es sentar las bases para un discurso elaborado desde el raciocinio y no desde un gregarismo feudal y primitivo. Cuando la resultante de un razonamiento es consecuencia de una elucubración pasional más que de un análisis riguroso, afloran entonces los comportamientos propios de un nacionalismo de fundamentos insustanciales. Estamos pues ante el alimento necesario para que los engañosos próceres encumbrados bajo el grito del todo por la patria aparezcan como una gangrena por los platós de televisión y columnas de periódicos reiterando una y otra vez el menú del día, ejecutando los servicios exigidos por la oligarquía de la que son miembros partícipes. Sus voces flamean como rayas horizontales rojas y gualdas poniendo fondo al símbolo de San Juan, y sus textos bordan sobre brazos armados, uniformados de azul, el emblema nacional cuya manifestación patriótica se versifica en hacer callar y perseguir al que disiente. Se convierten indefectiblemente en la voz propagandista e incluso caciquil de un nacionalismo análogo a ese otro nacionalismo que llaman excluyente y que desde sus mismos asientos, en un ejercicio soberano de cinismo, han condenado y condenan con centenares de epítetos como sentencias. Una vez más, la bandera que representa al Estado español, la más presente en cada manifestación, – presente en cada número de la policía – la convierten en herramienta o arma arrojadiza sobre quien incomoda como una espada de Damocles dispuesta una vez más a cortar cabezas.

Es pues, de entre todas las banderas, constitucionales o no, la más segregadora, la que sitúa a los españoles de nuevo en dos bandos: patriotas y antipatriotas. La que divide al Estado español en dos corrientes casi irreconciliables: la de los ojos que no ven y en oposición, la del corazón que siente.

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